Rodolfo Kusch. Filósofo y Antropólogo Argentino, estudioso de las comunidades campesinas e indígenas del Altiplano, pero sobre todo uno de nosotros, uno del pueblo.
Uno
de los motivos por los cuales rechazamos el altiplano, estriba en que
allá se cree en la magia, y nosotros aquí en Buenos Aires, ya no
creemos en ella. Somos extraordinariamente realistas y prácticos,
por cuanto creemos en la realidad.
¿Y
qué es realidad para nosotros? Pues eso que se da delante de uno:
las calles, las paredes, los edificios, el río, la motaña o la
llanura. Todo esto no se puede modificar, porque no puedo cambiar de
lugar una casa, ni alterar la orientación de una calle, ni puedo
traspasar diagonalmente una manzana para llegar a mi hogar, ya que mi
cuerpo es mucho más endeble que las paredes. La realidad
indudablemente se impone porque es dura, inflexible y lógica. Más
aún, es una especie de punto de referencia para nuestra vida,
porque, cuando andamos mucho en las nubes, viene una persona práctica
y nos dice: "hay que estar en la realidad".
Y
si no lo hacemos, se nos invoca la ciencia. Ella es la teoría que da
una rara concreción a la realidad de tal modo que, no sólo ésta se
refiere a las paredes y a las piedras, sino también a otros órdenes.
Hay una ciencia económica para nuestros sueldos, otra para la
política, otra para nuestras aspiraciones profesionales, otra para
nuestros impulsos. Y todo es realidad, aunque "científica".
La realidad es entonces como un mar de plomo, que abarca un sin fin
de sectores, y en el cual debemos desplazarnos con cuidado.
Pero
un día estamos tranquilos en nuestra casa, y viene un amigo y nos
trae la noticia de que en la esquina hay un plato volador. ¿Y
nosotros qué decimos? Pues ver para creer. De inmediato pensamos
salir corriendo, claro está doblando prudentemente las esquinas para
llegar al lugar donde se depositó el extraño artefacto. Ahí lo
veremos, y luego creeremos. La realidad coincide con las cosas que se
ven.
Pero
podría ocurrir que no saliéramos corriendo, y le dijéramos a
nuestro amigo: "¿Me vas a hacer creer que se trata de un plato
volador?" Y el amigo nos respondiera: "Todo el mundo lo
dice". Es curioso, ya lo dijimos, por una parte yo le hago notar
al amigo que él me tiene que hacer creer, y por la otra, él se
confabula con todo el mundo, o sea con los seis millones de
habitantes de Buenos Aires, para que yo le crea. Y esto ya no es ver
creer, sino al revés: creer para ver. A veces tengo que ver la
realidad para creer en ella, otras veces tengo que creer en la
realidad para verla. Por una parte quiero ver milagros para cambiar
mi fe, y, por la otra, quiero cambiar mi fe para ver milagros.
Por
eso, podemos creer en la realidad y en la ciencia, pero nos fascina
que un hechicero del norte argentino haga saltar el fuego del fogón,
para hacerlo correr por la habitación. También nos fascina que en
Srinagar, en la India, algún guru o maestro realice la prueba de la
cuerda, consistente en hacerla erguir en el espacio y en obligar a
ascender por ella a un niño, quien probablemente nunca más volverá
a descender. Y también nos fascinan los malabaristas en el teatro,
porque hacen aparecer o desaparecer cosas, o seccionan a un ser
humano en dos partes, y luego las vuelven a pegar sin más. ¿Y qué
nos fascina en todo esto? Pues que la realidad se modifica. ¿Y en
qué quedó el carácter inflexible, duro, lógico y científico de
la realidad?
Mientras
escribo estas líneas veo por mi ventana un árbol. Este pertenece a
la dura realidad. ¿Si yo me muero, el árbol quedará ahí? No cabe
ninguna duda. ¿Pero no podría pasarle al árbol lo que a nosotros,
cuando muere un familiar querido? ¿En este caso qué lamentamos más:
la ausencia definitiva del familiar, o más bien la hermosa opinión
que él tenía de nosotros? ¿Le pasará lo mismo al árbol? Yo
siempre lo he visto hermoso, y mi vecino, quien es muy práctico, ya
no lo verá asi. Cuando yo muera, morirá mi opinión sobre el árbol,
y el árbol se pondrá muy triste y se morirá también.
¿Pero
no habíamos dicho que la realidad es dura, flexible y lógica? Así
lo dicen los devotos de la ciencia. Pero a mí nadie me saca la
sospecha de que los árboles no obstante piensan y sienten. Porque
¿qué es la ciencia? No es más que el invento de los débiles que
siempre necesitan una dura realidad ante sí, llena de fórmulas
matemáticas y deberes impuestos, sólo porque tienen miedo de que un
árbol los salude alguna mañana cuando van al trabajo. Un árbol que
dialoga seria la puerta abierta al espanto y nosotros queremos estar
tranquilos, y dialogar con nuestros prójimos y con nadie más.
Evidentemente no creemos en la magia, no sólo porque tengamos una
firme convicción de la dureza de la realidad, sino ante todo porque
necesitamos llevarnos bien con 6 millones de prójimos encerrados en
la ciudad de Buenos Aires. Y para ello es preciso poner en vereda a
los árboles con su lenguaje monstruoso y creer en la dura,
inflexible y lógica realidad. (*)
(*)
Fuente: Rodolfo Kusch, Obras completas(vl), Indios, porteños y
dioses, Buenos Aires, Editorial Fundación Ross.
No hay comentarios:
Publicar un comentario